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La Implosión: una fantasía concreta

La dictadura de Ortega y Murillo atraviesa una crisis interna que acelera su descomposición. Sin un proyecto político ni legitimidad social, el régimen se sostiene sobre una estructura militar-policial corroída por la corrupción, la desigualdad y la pérdida de control estratégico

Noviembre 01, 2025 11:41 AM
La Implosión: una fantasía concreta
La Implosión: una fantasía concreta
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Oscar René Vargas

Una de las formas de dominación más refinadas creadas por la dictadura es haber multiplicado las confusiones, los engaños y las mentiras sistémicas. Buscan inducir a la población a cometer errores, esconder datos clave que permiten interpretar hechos y paralizar la capacidad de reflexionar y pensar. Son modos complementarios de impedir que los de abajo comprendan el presente y el rumbo del país, para así evitar que actúen en consecuencia.

Hemos hablado sobre el papel de la información como forma de inhibir el pensamiento. No se trata solo de las fake news, sino de cómo la mente no piensa con información sino con ideas. Por eso, atosigarnos con datos desordenados, sin herramientas conceptuales para jerarquizarlos o interpretarlos, es una de las estrategias más sutiles de dominación.

Al perder la capacidad de comprender dónde estamos y quiénes somos, nos convertimos en presas fáciles del sistema. Miles celebran a quienes los oprimen, incapaces de identificar aquello que los perjudica. En estos tiempos de crisis, represión y exilio, estas confusiones cuestan vidas y favorecen a la dictadura. Mientras tanto, la economía nacional depende más de las remesas que de la producción interna, y el país carece de una dirigencia nacional, sostenido apenas por una maquinaria estatal y militar/policial que debilita la legitimidad del régimen.

Desde hace años, el orteguismo no tiene un proyecto político de nación, solo un plan para conservar el poder por cualquier medio. Su operación principal consiste en asegurar posiciones de control. Sin embargo, cada sanción y acto de represión acelera las fisuras internas. El régimen se está destruyendo a sí mismo más por su crisis interna que por la acción de la oposición.

El régimen es hoy una organización esencialmente militar-policial, dirigida por un grupo mafioso cuyos valores son el poder, la violencia y el enriquecimiento ilícito. La corrupción de la nomenclatura orteguista provocó una explosión de desigualdad y concentración de riquezas, beneficiando a un pequeño grupo oligárquico que se mueve entre una clase alta vasalla y desorientada, capaz de causar graves daños políticos, sociales y económicos.

Aunque la dictadura conserva la maquinaria militar y policial, ya carece de inteligencia estratégica, lo que la lleva a acciones irreflexivas y contraproducentes. En un contexto de contracción de su base social, esta contradicción la empuja hacia la desintegración de su núcleo de poder original.

El modelo del “capitalismo de amiguetes” ha golpeado duramente a la clase media, mientras la afluencia de productos chinos destruye la pequeña industria, las artesanías y el comercio local. Esto ha profundizado la polarización social, ampliando la brecha entre una plebe empobrecida y una plutocracia depredadora.

Por ello, la dictadura Ortega-Murillo podría intentar un “rebranding político”: una renovación cosmética para mejorar su posicionamiento electoral, sin alterar su esencia. Podría cambiar de candidato o imagen en las elecciones de 2026 para recuperar su base social y atraer a jóvenes votantes, especialmente aquellos que no vivieron la represión de 2018 y han sido adoctrinados en escuelas y universidades.

Nicaragua es hoy una sociedad más desigual y fragmentada que en 2007.
El 1 % de la población concentra la riqueza, la clase media se reduce, el empleo digno desaparece y la movilidad social se estanca. En lo político, la dictadura muestra un desgaste estructural: una economía capturada por élites financieras, polarización extrema y bloqueo institucional a cualquier reforma.

El cascarón institucional del régimen parece sólido, pero su capacidad de adaptación es cada vez menor. Es un Estado endeudado y dependiente del crédito, las remesas y la cooperación externa, sostenido por un aparato represivo costoso que mantiene un orden precario por la fuerza, no por legitimidad. Cada semana acumula conflictos que superan su fuerza real, como si el poder se hubiera convertido en una inercia imposible de detener.

El tiempo político no juega a favor de Ortega y Murillo. Tarde o temprano buscarán unas elecciones para conservar el poder, pero su dilema está entre actuar con inteligencia estratégica o perseverar en la lógica del “poder o la muerte”.

La combinación de endeudamiento crónico, militarización, desigualdad y parálisis política define un deterioro sostenido. No será un colapso repentino, sino un proceso acumulativo. El poder financiero y militar ya no logra ocultar los límites del sistema. Estamos ante el final de la hegemonía dictatorial y el inicio de una transición hacia una sociedad plural, donde la fuerza se mida por la capacidad de producir, innovar y sostener un orden propio.

La represión, la violencia estatal y los engaños del poder son ya signos de debilitamiento, no de fortaleza.
La crisis del régimen Ortega-Murillo es el motor de su implosión sociopolítica, un proceso que avanza desde dentro del sistema, impulsado por sus propias contradicciones.

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